El filósofo y escritor colombiano Camilo García Giraldo vuelve a irrumpir en el género del ensayo literario con su último libro publicado, Cultura y humanismo II, de la editorial Universo de Letras, que fue publicado a finales del pasado 2022.
Esta segunda entrega, que según avanzó el autor forma parte de una trilogía, se desarrolla a lo largo de 74 ensayos en los que la filosofía y la literatura se dan la mano a través de diversas teorías que pensadores de todas las épocas han formulado no solo en torno al arte, sino en relación a nuestro comportamiento frente a él. Así, el vínculo del hombre con su entorno, las maneras que se desarrollan en torno a la interacción social, la lógica de las creencias o el fundamento mismo se la vida humana son temas que se tratan a través de ensayos reflexivos, donde las voces del pasado son cuestionadas desde la perspectiva de un García Giraldo actualizado y contemporáneo.
Nuestra compañera Nerea Núñez tuvo la ocasión de entrevistarle a raíz de la publicación de su segunda obra.
- El comunismo, a día de hoy, es de las doctrinas más temidas. ¿Cómo ha llegado a devaluarse tanto aquello de «cada uno según sus capacidades y a cada uno según sus necesidades»?
En efecto, Marx pronunció este principio esencial para caracterizar el futuro orden comunista de la sociedad. Consideró, además, que esa futura sociedad comunista se caracterizaría por la no existencia de la propiedad privada sobre los medios de producción, pues pensaba que solo así sería posible la existencia de un orden socio-económico en el que se hiciera realidad este principio mencionado.
Sin embargo, este principio, para que sea realmente válido, presupone una condición esencial que Marx pasó por alto o desestimó, a saber, que para que una persona pueda formar y emplear sus capacidades se requiere que la sociedad le reconozca la posibilidad, o mejor, el derecho de usarlas de la forma o en la dirección que libremente quiera. Siempre y cuando, por supuesto, no sea para hacer daño a otros. Este es el único límite normativo de esa libertad que debe tener todo ser humano de usar sus capacidades naturales y educativamente formadas.
Marx, al no reconocer la necesidad imperativa de esta condición, dejó sin uno de sus principales fundamentos a este principio que tiene sin lugar a dudas una validez universal. Una de las razones más importantes que explican el fracaso del modelo socialista en la Unión Soviética y todos los demás países en Europa oriental y el resto del mundo que los construyeron es, precisamente, el de que sus dirigentes, gobernantes e instituciones estatales no reconocieron la primacía necesaria de esa condición de libertad, tal como Marx no lo había reconocido, que debe tener este principio para que realmente sea válido, para que pueda regir la organización de la vida social.
De ahí que el fracaso del orden socio-económico socialista no devalúo este principio; lo que hizo más bien fue poner en clara evidencia la insuficiencia que tiene en sí para servir de fundamento de un orden social justo si no cumple la condición de libertad que lo debe sustentar.
Paralelamente, en el curso del siglo pasado, varios partidos social-demócratas europeos, especialmente nórdicos, que hicieron una lectura e interpretación reformista del pensamiento de Marx, o mejor, que renunciaron a su proyecto revolucionario, se dieron a la tarea desde las esferas del poder estatal de construir en el seno de la economía capitalista un Estado que garantizara ese principio, un Estado llamado de bienestar en el que todos los miembros de la sociedad tuvieran los recursos y los medios para satisfacer sus necesidades básicas; y al mismo tiempo, se les ofreciera la oportunidad de formar sus capacidades garantizándoles el acceso gratuito y universal a las escuelas, y usarlas libremente en el terreno laboral en favor de sí mismos y del resto de la sociedad. Aunque desde hace algunas décadas este Estado de bienestar está sufriendo una fuerte arremetida por los sectores neoliberales, se conserva vivo dicho principio en la mente de muchos hombres y mujeres que habitan la modernidad porque están convencidos de su gran valor normativo.
- Cuando alguien hace algo socialmente considerado muy malo, como puede ser un filicidio, tendemos a pensar que la persona está enferma, pero ¿existe la maldad por naturaleza?
Ciertamente cuando alguien comete un crimen tan atroz como el de matar a sus padres o a uno de ellos, la reacción natural e inmediata de todos los que se enteran de este hecho es el de condenarlo como un acto violento contra natura, como un acto que niega flagrantemente el orden natural de la vida de los seres humanos. Pues en el reino de los seres vivos, en especial de los animales superiores de los que hacen para los seres humanos, no es usual o casual que los progenitores maten a sus crías. Es una conducta ajena a los animales de los que provenimos evolutivamente, que son nuestros antepasados o ancestros originarios. De ahí que al realizar este acto un hijo se enajena o se extraña, es decir, se separa radicalmente del conjunto de los demás miembros no solo de su especie humana sino también de todas las demás especies.
Sin embargo, es también sabido que en ocasiones los padres, en especial, el padre acepta quitarle la vida a un hijo, sacrificarlo, para atender una exigencia que le hace un dios en el que cree o una autoridad suprema del poder político. Basta recordar el caso de Abraham, el patriarca de la religión judía, que aceptó cumplir la petición de Yahvé su dios de sacrificar a su joven hijo Isaac. Sacrificio que finalmente no tuvo que realizar porque Yahvé desistió de esa petición a través del mensaje que le envió con un ángel en que le decía: «No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño. Ahora sé que temes a Dios, porque no me has negado ni siquiera a tu hijo único».
También en la antigua Grecia vale la pena mencionar el caso de la joven Ifigenia, hija del rey Agamenón. Este acepta, según el relato de Esquilo, sacrificarla tal como se lo exige la diosa Artemisa, para que le permita nuevamente poner en movimiento los barcos que había inmovilizada en castigo por haber matado a un ciervo en una arboleda sagrada.
Pero como estos sacrificios de sus hijos son impuestos a sus padres contra su propia voluntad, no pueden ser considerados ejemplos típicos de filicidios, como casos extremos de maldad. Al, contrario, «prueban» una vez más a través de un relato religioso o mitológico el carácter antinatural de un acto semejante, lo extraño y ajenos que son para el conjunto de los seres humanos.
Ahora bien, seguramente hay muchos casos en la historia de los pueblos y las sociedades, incluso en las sociedades actuales, en que padres han matado a sus hijos. Pero son casos que habría que examinar con todo detalle y en profundidad para encontrar las circunstancias en que se produjeron estos terribles actos de violencia, y así hallar una explicación del mismo que nos permita captar la razón o razones que tuvieron esos padres para realizarlos. Explicación, que, sin embargo, no los libraría de ser los autores y exponentes de actos totalmente ajenos y contrarios, como ya dijimos, a la naturaleza original de los seres humanos.
Y es examinado cada caso particular de estos donde podremos saber con cierta claridad si se trata de personas que se apartan de la conducta natural de todos los padres porque tienen en su naturaleza íntima, en su material genético heredado, la inclinación o el impulso a obrar así, a matar a sus hijos; lo que sería un impulso natural escaso, raro y excepcional, como hemos dicho. En caso de que, efectivamente, se pueda establecer mediante estudios científicos que se trata de personas que poseen esta anomalía natural, este resultado cognoscitivo serviría, entre otras cosas, para afirmar precisamente el carácter antinatural de esa conducta.
De ahí que a partir de la existencia de casos de filicidios no podamos deducir de ningún modo que los seres humanos son por naturaleza malos. Sin embargo, poseen por naturaleza una condición potencial para serlo en el curso de sus vidas, a saber, los instintos o impulsos agresivos y violentos que hemos heredado de nuestros antepasados animales, en especial de los animales de presa, que matan a otros animales para comer y alimentarse sus carnes. Estos instintos agresivos son los que nos pueden empujar a realizar actos violentos contra otro u otros. Y al hacer esto obra mal porque daña la integridad física de esa otra persona o personas o les quita la vida. Y cuando una persona obra mal, cuando realiza estos actos violentos contra otros de manera reiterada se comienza a convertir en una persona mala; y aún más, si no se arrepiente o no se percata conscientemente de la maldad de estos actos, del hecho que no debió haberlos realizado. De ahí que los hombres no son malos por naturaleza, como acabamos de decir, sino que pueden hacerse malos en la medida que cometan actos malos, injustos o inmorales como estos impulsados por sus instintos naturales agresivos. El ser de cada hombre lo forja o lo hace con sus actos en el curso temporal de su existencia.
- Dice en su libro, citando a Rousseau, que una persona no es libre cuando actúa por propia voluntad, sino cuando acata unas normas, ¿es contradictorio con nuestro concepto de libertad, no?
Bueno, en realidad lo que sostiene Rousseau es que los seres humanos son, por naturaleza, libres. Pero cuando deciden reunirse o agruparse en una sociedad estable pierden esa libertad natural. Pérdida que pueden compensar o sustituir por otra libertad, la libertad política que consiste en elaborar o participar en la elaboración de las normas y leyes jurídicas que van a regir los actos de sus vidas en común. Los hombres son realmente libres en una sociedad organizada estatalmente en la medida que se den libremente las normas que deben obedecer.
Fue en realidad Kant, poco tiempo después, el que señaló con gran claridad en su libro Fundamentación de la metafísica de las costumbres, desarrollando esta idea de Rousseau, que los hombres son libres no solo cuando obedecen o respeta las normas que se dan, sino sobre todo las normas que tienen una validez para todos. En efecto, somos libres cuando podemos realizar los actos y expresar las ideas que queremos, cuando los que actos que realizamos y las ideas que expresamos responden a nuestra libre voluntad. Pero sobre todo lo somos cuando estos actos obedecen o respetan las normas jurídicas o morales de carácter universal que nos hemos dado. La verdadera libertad la conseguimos, por lo tanto, sometiendo nuestra voluntad a los mandatos normativos que tienen una validez universal que hemos reconocido. Esta condición de la libertad es incondicional en términos estrictos.
Por esta razón, cuando alguien lleva a cabo un acto que viola o desconoce un mandato normativo de validez universal pierde su libertad, deja de ser libre, así ese acto responda a su «libre» voluntad. Un acto de esta naturaleza no sería más que el resultado de una falsa libre o engañosa voluntad de esa persona.
- ¿Es imposible mantener la ilusión por un deseo cumplido?
Toda ilusión nace en nuestra mente, en la interioridad de nuestro ser, a raíz de un deseo no satisfecho o realizado que tenemos. Los deseos no realizados que hacen parte de nuestras vidas son las fuentes más importantes y significativas de nuestras ilusiones, entendidas como las imágenes que forjamos en nuestras mentes en las aparecen realizados esos deseos. Pero cuando logramos realizar uno de esos deseos la ilusión que habíamos formado a partir de él indudablemente desaparece o por lo menos se debilita. La realidad del deseo cumplido es la que sustituye esa ilusión imaginaria que de alguna manera dominaba parte de nuestro ser hasta ese momento. Sin embargo, no del todo, porque al igual que de las necesidades puramente naturales de los hombres como las de comer, beber, etcétera, los deseos propiamente humanos que les surgen como el de amar y ser amado, el de ser solidarios o ayudar a quienes se encuentran en estado de necesidad, el de formarse educativa, científica o culturalmente, el de darse una profesión y ejercerla laboralmente, etcétera, son los que alimentan las más significativas ilusiones de los seres humanos. Ilusiones que la dan sentido a sus existencias porque se convierten en proyectos o planes que se dan para realizarlos en el curso temporal de esas existencias. Pero al alcanzarlos o realizarlos no suprimen del todo las ilusiones que les subyacen porque después de un tiempo largo o corto de realizadas aparecen de nuevo, renovando y reactivando de nuevo el deseo de realizarles de nuevo.
- ¿El hombre necesita de la fe para vivir, o la fe necesita del hombre para existir?
Con la irrupción del mundo moderno caracterizada entre otras razones por «la muerte de Dios», tal como lo mostró Nietzsche, es decir, por el hecho que los legisladores de los Estados de derecho retiraron su nombre de sus actas constitutivas, porque los escritores y artistas también lo suprimieron, como en general a todas las imágenes religiosas, de sus creaciones, por la crítica contundente que su existencia recibió de los pensadores ilustrados del siglo XVIII, en la extensión creciente y acelerada de los saberes científicos de la naturaleza, muchos hombres y mujeres modernos han dejado de creer en su existencia, han perdido la fe en los relatos, postulados e imágenes religiosas mundo. Es decir, han dejado de creer en la pretendida verdad que esos relatos y postulados afirman, convirtiéndose en puras representaciones falsas de la realidad. En la modernidad «Dios ha muerto» en gran medida porque una gran parte de sus miembros han renunciado a Él, han dejado de creer en la pretendida y tradicional verdad sobre su existencia.
Pero, además, en los tiempos modernos, la «muerte de Dios» no ha conducido o implicado la «muerte» o desaparición de las normas y preceptos morales de la vida de los hombres. Lo que ha ocurrido es que muchas de esas normas morales se han desgajado o separado de su envoltura religiosa en la que tradicionalmente en el pasado existieron, es decir, adquirieron una completa autonomía. Condición que lograron gracias, entre otras razones, a la obra filosófica de Kant, en especial a sus estudios, análisis y reflexiones sobre la razón práctica, sobre los fundamentos de la moral y la ética en los que muestra con razón que son los hombres, o deben ser, los autores de las normas morales con las que ordenan y rigen sus vidas; son estos los que, de modo autónomo, y en actitud racional, deben forjar y darse las normas morales que necesitan para ordenar sus vidas en común.
De ahí, entonces, que en la modernidad los hombres aprendieron a reconocerse a sí mismos como los únicos autores de las normas morales que necesitan para vivir en sociedad. Y al hacerlo dejaron de un lado el envoltorio religioso en que en el pasado existieron precisamente porque ya no lo necesitaban.
- ¿Es viable un mundo sin religiones?
En Occidente, después de la crítica ilustrada de las religiones en el siglo XVIII, muchos aceptaron y continuaron esa crítica que afirmaba que las imágenes y relatos religiosos del mundo eran falsas representaciones de ese mundo, formas puramente ideológicas que era necesario desterrar de la vida de los seres humanos para que pudieran aprender e integrar en sus espíritus las explicaciones y descripciones que ofrecían las ciencias de la naturaleza como únicas portadoras de la verdad.
Es una crítica, por lo tanto, que ha servido de premisa esencial sobre la que los Estados modernos han organizado la educación pública de los niños y jóvenes. Enseñarles los enunciados científicos de la naturaleza se convirtió en una de las tereas centrales de la labor de todas las escuelas públicas en las sociedades modernas. Hecho que por supuesto ha contribuido a alejar a muchos miembros de las subsiguientes generaciones de las religiones.
Sin embargo, por otro lado, como muestran la persistencia de comunidades de creyentes religiosos en el mundo occidental, en especial en Los Estados Unidos, y la fuerte penetración que están haciendo las iglesias protestantes en toda América latina captando innumerables fieles y seguidores, muchos seres humanos continúan creyendo en la pretendida verdad de sus imágenes y relatos de las religiones, a pesar de la crítica racional ilustrada, y de la hegemonía cultural que en algunos países, especialmente de Europa, han adquirido los discurso científicos.
Y este hecho se explica, en gran medida, porque los relatos e imágenes religiosas del mundo no son solo falsas representaciones del mundo, sino también son portadoras de sentido. Son relatos e imágenes que ofrecen a muchos seres humanos un sentido poderoso a sus vidas que son finitas y temporales; a sus existencias que son, para decirlo con la expresión de Heidegger, para la muerte. Y ese sentido es el de darles la ilusión de vencer esa muerte, el de prometerles una vida más allá de sus muertes naturales, una vida eterna carente de sufrimientos y plena de felicidad. Pues como lo mostró con profundidad Baudelaire en algunos de sus poemas contenidos en su libro Las flores del mal el paso del tiempo que conduce a los seres humanos a la vejez y la muerte es el mayor enemigo que tienen. Los fundadores de las religiones comprendieron muy bien ese deseo profundo que anida en el interior de todos, o por los menos de una gran mayoría de los hombres, de encontrar un medio eficaz para vencer ese enemigo, es decir, para detener para siempre ese paso del tiempo cuyo transcurso inexorable todo los deteriora, daña y destruye, para vivir por fuera de ese tiempo.
- ¿Está de acuerdo con la afirmación del poeta Luis García Montero de que «la multitud es un conjunto de soledades»?
Considero que es una apreciación acertada la del poeta Luis García Montero en tanto una multitud es un grupo numeroso de personas, desconocidas y extrañas entre sí, que están o se mueven en un determinado espacio público, generalmente, de las ciudades. Por lo tanto, son personas que, además, de ser anónimas entre sí no se comunican o hablan tampoco entre sí. De ahí que en esta situación esas personas que forman una multitud estén, efectivamente, solas, y en muchas ocasiones también se sientan así.
- Parece que la teoría menos rebatida a lo largo de los años ha sido la del «hombre-masa» de Ortega y Gasset. Como afirma la catedrática en filosofía Victoria Camp, «Nuestra sociedad tiende a hacer homogéneos e indiferenciados a los individuos». ¿Esto es así para toda la sociedad o solo para la clase trabajadora?
En efecto, el concepto de «hombre-masa» que Ortega y Gasset formuló en su célebre libro La rebelión de las masas que publicó en 1933 ha mantenido su vigencia hasta ahora debido fundamentalmente a que, a pesar de los múltiples cambios que han experimentado las sociedades modernas en los últimos 100 años, especialmente los provocados por los medios de comunicación y digitales actuales, los hombres que reúnen algunas de las características que definen para Ortega «el hombre-masa» continúan existiendo en gran proporción. Características como la falta de calidades o atributos que lo distingan de los demás dadas por la posesión de un cúmulo amplio de conocimientos, de una rica y profunda interioridad espiritual o una vida autónoma no referida virtudes o poderes externos y superiores con las que Ortega definió al «hombre-masa» son más o menos las mismas que tienen muchos hombres y mujeres en las sociedades actuales.
De ahí que quienes más fácilmente puedan caer en el contenido de este concepto sean los que menos formación escolar han recibido, los que no se informan y disfrutan de los diversos contenidos de la cultura o de las progresos tecnológicos y científicos, quienes viven a espaldas de la lectura y de los libros. Y de los que solo consumen los productos que la industria cultural de masas fabrica, y que muchos medios de comunicación y digitales ayudan a difundir. De ahí que, aunque existente en todos los niveles y clases de la sociedad, sea más frecuente encontrarlos entre los sectores populares pobres y de escasos recursos económicos que entre clases las medias o la burguesía.
En este sentido podemos decir que estos «hombre-masa» constituyen indudablemente un grupo homogéneo y casi indiferenciado que existe en las sociedades modernas. Pero no es propiamente la sociedad en su conjunto la que se propone formarlos y mantenerlos vivos y vigentes sino sobre todo los dueños de la múltiples y extendidas globalmente empresas y compañías, el complejo industrial cultural moderno tal como los señalaron, describieron y analizaron bien desde los años en Ortega publicó su libro los pensadores de la llamada Escuela de Frankfurt, que fabrican y difunden profusamente productos culturales pobres o de mala calidad como películas, series y videos llenos de historias banales y superficiales cargados de acciones violentas desmedidas que se presentan como necesarios y justificados, de un erotismo vacío de afectos y sentimientos, de cuerpos semidesnudos que cantan y bailan sin valor artístico, etc. Programas que han forjado en los millones de personas que a diario los ven o los escuchan en el mundo el interés y el gusto –el mal gusto– por ellos.
De ahí, estos millones de personas al gustarles estos programas desean, «piden y reclaman», a este complejo industrial cultural y a estos medios de comunicación que los sigan produciendo, presentando y transmitiendo para poder seguirlos viendo y escuchando, para seguirlos disfrutando. Y este complejo industrial y estos medios de comunicación atienden gustosos la «libre demanda» que hacen estos millones de personas en el mundo, fabricando y transmitiendo sin cesar nuevos programas, que en realidad repiten el esquema de todos los anteriores. Formándose así un círculo estrecho y sólido en el que las personas piden a los medios de comunicación más de lo que ya consumen porque «aprendieron» a querer eso que consumen consumiéndolo a diario.
- La muerte, aunque forma parte de la vida y tenemos constancia de ella desde los 6 años, ¿es realmente asumible?
En efecto, a pesar de que los seres humanos aprendemos a ser conscientes de nuestra mortalidad desde temprana edad, la posibilidad de nuestra muerte no la asumimos en general como propia mientras somos jóvenes, saludables y fuertes. Siempre nos parece que es un acontecimiento lejano; son otros los que mueren mientras nosotros vivimos plenos de vigor y vitalidad sin que las señales de la muerte nos aparezcan. Solo cuando sentimos la muerte cerca porque sufrimos un accidente o nos enfermamos gravemente o comenzamos a envejecernos y nos invaden diversas enfermedades y sentimos que nuestras fuerzas vitales se debilitan es que comenzamos a comprender la necesidad de asumirla y aceptarla como lo que es, el fin o destino natural de nuestras vidas.
Este es un hecho que constató con claridad Michel de Montaigne en su ensayo De cómo filosofar es aprender a morir al sostener que cuando alguien siente la cercanía de su muerte natural se le disminuye el miedo o la angustia que tiene naturalmente a morir pues comienza de alguna manera a convivir con la muerte, integrarla paulatinamente en el interior de su ser vivo debilitado y enfermo. Dice Montaigne: «Creo que harto más me cuesta digerir la idea de la muerte cuando estoy sano que cuando tengo fiebre. En tanto que ya no tengo por los alicientes de la vida, pues empiezo a perder la costumbre de ellos y de su placer, veo la muerte con una mirada mucho menos asustada. Ello me hace esperar que, cuanto más me aleje de aquella y más me acerque a esta, más fácilmente me acomodaré al intercambio».