El rebaño de librepensadores. Así los llamaba Christopher Hitchens. Todos esos sabios de postal que insisten en dar consejos desde su atalaya. Adquieren la forma de escritores, ensayistas, periodistas, tertulianos y predicadores. En esa amalgama de charlatanes se formó el género que ahora conocemos como ‘la autoayuda’. Libros que partían de la absurda premisa de que alguien que no te conoce de nada, que no te ha visto en su vida, puede intervenir en tu vida. Para bien, claro.
Más allá del daño a la buena literatura, a la actividad neuronal y a la civilización, el género engulló a un montón de buenos escritores y ensayistas que de repente vieron sus libros caer en la fatídica estantería. ‘Autoayuda’.
De todos/as ellos/as, no hay ninguno como Malcolm Gladwell (publicado en España por Taurus). Gladwell siempre acaba yaciendo en las mesas al lado de nombres que no vamos a mencionar. Sí, ese portugués que se ha forrado con cuentos chorras y mensajes de taza de café, el otro que encontró un trébol, una que tenía un secreto y el que parece venir si lo dejas todo. O eso, en la estantería de ‘negocios’. No pasa nada, porque en los 80, TsunTzú y El arte de la guerra, también pasaron por allí, cuando a los memos de Wall Street les dio por creer que era un manual aplicable a las finanzas.
Pero lo de Gladwell es distinto. Seguramente uno de los pensadores más influyentes de finales del siglo XX (pese a quien le pese), extraordinariamente pedagógico y tremendamente articulado, este estadounidense que parece mirar la vida a través de una lupa, rompió la banca con su libro The tipping point (traducido en España como El punto clave) en el que se dedica a analizar distintos casos de éxito en un buen número de ámbitos distintos, buscando exactamente el momento en que una idea pasó a ser algo más: el punto clave del que habla el título.
Pero Gladwell, que camina en una línea muy fina, siempre basculando (con impoluto equilibrio) entre la psicología, la filosofía, la historia y la ciencia, es uno de esos tipos que es capaz de observar sin alterar, usando la realidad que otros consideran fútil para ofrecernos una fotografía cristalina del presente. Maestro del showcasestudy, este ensayista es capaz de llegar desde la Antigua Grecia a Amazon en tres cómodos plazos para explicarnos qué somos, y especialmente, por qué.
Son célebres sus libros sobre la inteligencia intuitiva o los enfrentamientos entre dioses y humanos o la auténtica naturaleza del ser humano. Pero, sobre todo, Gladwell es (re)conocido por su habilidad para destripar la conciencia de una sociedad llena de buenas intenciones y falsas preconcepciones, dejándola desnuda antes los ojos de un lector asombrado, que nunca se pierde.
La paradoja, enorme, es que a través de los impresionistas que en 1860 decidieron desafiar a la jerarquía artística parisina o los pilotos de una compañía coreana que sufrieron un terrible accidente aéreo o un equipo de baloncesto femenino amateur, uno por fin entiende el mecanismo interno de las cosas. Como si un relojero nos explicara cómo encaja las piezas que hacen girar las ruedecitas que a su vez impulsan las agujas, y desde aquel momento nos fuera imposible volver a mirar el reloj sin pensar en cómo funciona por dentro y aquello cambiara por completo nuestra percepción del objeto. Mirar el mundo a través de los ojos de Gladwell es asombrarse de no haber prestado atención a todo aquello que teníamos ante nuestras narices.
Al final, cuando alguien pone a este genio de la metáfora, la analogía y la hipérbole en el rincón de la autoayuda, en realidad nos está haciendo un favor: Gladwell no nos ha visto nunca, no sabe quiénes somos, ni lo que padecemos. Pero ayudar, ayuda.
Con tipos como él, todo resulta un poco más nítido, menos misterioso y aquello que el poeta John Milton definía como ‘el arduo y largo camino que del infierno lleva a la luz’ es menos arduo y bastante más corto.