No recuerdo el libro que me introdujo en el placer de la literatura, pero recuerdo perfectamente el objeto que me llevo a ella: una revista llamada Círculo de lectores.
Una vez al mes, llamaban a la puerta de casa y un tipo nos entregaba una publicación llena de libros que uno podía adquirir si así lo deseaba, con un pedido mínimo. Aquel fue mi campo de juego durante mi infancia y adolescencia, leyendo a Stephen King, Dean Koontz, Robin Cook o Frank Slaughter, espoleado por el hecho de que si sacaba buenas notas, mis padres me compraban libros. Ahora es viejuno ponerse a predicar las bondades de la prosa impresa, pero hay pocos gustos comparables a la inmersión en una buena historia, entonces y ahora.
Por aquel entonces, nadie (al menos en público) se dedicaba a maldecir los best-sellers desde la condescendencia que siempre han practicado los que se consideran a si mismo ‘élite’. Pero cada vez más, vemos al señor de turno, letrado de lo suyo, criticar a Harry Potter, Dan Brown, Los juegos del hambre o a cualquiera que haya escrito algo que venda más de cien copias, porque hay autores, personajes y tramas que no son dignos de su presencia. El patrón es siempre el mismo: alguien revienta las librerías con un superventas, el público abraza el fenómeno y el intelectual de turno toma al asalto las páginas de un suplemento literario irrelevante y lo pone a parir. Porque sí, porque se puede. Esa inquietante visión de la cultura, que parece sacada de aquel relato de Ted Chiang en la que unos tipos pretenden agujerear la bóveda del cielo y (ojo, spoiler) acaban de nuevo en la tierra, como si hubieran sido víctimas de un truco cruel, es siempre tan pedestre que resulta hilarante. Como si la puerta por la que uno entra al universo del libro fuera una pesada carga, como si uno empezara por Katniss y no pudiera llegar al capitán Ahab.
Recuerdo con particular cariño la inmensa polémica desatada por los libros de Stieg Larsson, una de las más vendidas de la historia: la trilogía de Millenium. El bombazo empezó a medio gas y acabó en cifras a las que ahora no llegaría ni la mismísima Biblia. Le regalé el primero de los tres volúmenes a mi madre, que lo abandonó a las 50 páginas. “Retómalo, léete 30 más. Si no te atrapa, lo dejas” le dije en una conversación un lunes a última hora de la tarde. Al día siguiente, a las 8 de la mañana me llamo. “Eres un hijo de puta”.
Efectivamente, se había cascado el libro en una sola noche. Y por la mañana, a las 9 se fue a la librería -ya sin mi ayuda- se compró los dos restantes: se los pulió en una semana. Al cabo de unos días, me llamó y me contó que había leído a alguien, “un gilipollas”, en un periódico hablar mal de los libros, decir que eran literatura barata, cosa de pobres de espíritu. Mi madre hubiera pasado a cuchillo a aquel tipo, le hubiera estrangulado con sus propias manos. Yo le leí con la misma condescendencia que él le aplicaba a Larsson, y sentí pena por la envidia mal conducida que se vislumbraba sin dobleces en el texto. Por supuesto, toda crítica es legítima, pero la narrativa del odio debería tener algo más que un andamio y a un señor gritando. Poco después de aquello, Mario Vargas Llosa publicó una página entera en El País loando a Larsson. Fue como si Godzilla aplastará a un velociraptor y luego le meara encima. A él le siguieron otros sabios de postín, defendiendo lo obvio: que el sueco era un animal literario. Lo malo del populismo elitista es que puede acabar explotándote en la jeta. Y duele. Duele mucho, coño.